sábado, 10 de julio de 2010

LOS AVIONES NO DEBEN CAER

De pequeña, me parecía ridículo que los niños del patio de mi guardería saludaran a los aviones, como si éstos fueran a responderles o a contestar algún viajero. Me recordaba a aquel absurdo anuncio de “Tulipán” del que se bajaba un reportero con una rebanada de pan y mantequilla de un helicóptero que rodeaban miles de niños; no sé si por la mantequilla o por el furor aéreo del vehículo. No obstante, con cinco años es triste no saludar a los aviones. Pero yo fui una niña-vieja.
Me cabreaba aún más, que niños de silla que aún ni siquiera hablaban, dejaran su mano manejar por la anodina comedia de sus padres que les agitaban el bracito diciendo “adiós” a una estela blanca que cruzaba el cielo. No obstante, con cinco años es triste no saludar a los aviones. Pero yo ya era una mini “Femme Fatale” que dibujaba niños ahorcados.
Hoy vivo cerca del aeropuerto y siento pasar aviones todos los días. Los sigo sin saludar. Cuando pasa uno sobre mi cabeza, intento ignorarlo y ahogar su ruido de motor y bobinas en una taza de café. Mi madre siempre mira al cielo: “Yo quiero ir allí”.
Quizá he cogido demasiados aviones con mal destino. Sólo sé que éstos no deberían caer. Ayer, fumaba en la ventana, mirando al parque de arena. Un niño de unos dos años llenaba un cubo en forma de castillo. Tenía las manitas de porcelana y un pelo rubio ensortijado, vestido con un peto e incipiente culito de pañal. Yo pensaba en la cuadratura del círculo. Pasó un avión.
Soltó un grito de júbilo y tiró el cubo de arena, levantándose del suelo y agitando los brazos y gritando una especie de “¡allós, allós!”. Me di cuenta de que no había nadie con el niño en el parque. Dejé que mi pitillo se consumiera en un cenicero y corrí hacia la puerta: “¡Allós, allós”-se repetía en mi cabeza. Caí de espaldas contra la puerta de la calle y me eché a llorar. Los dos estábamos solos y podía ser mi hijo.

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