NUNCA
SUPE BAILAR
En
el
servicio de señoritas acecha siempre el reclamo.
El
ruido retumba en las paredes de un váter húmedo y
sucio
por
el que te deshaces del alma entre restos de papel
higiénico,
compresas
usadas, nombres de chicas que han grabado sus
secretos
y su amor en una puerta que ya no cierra.
Las
chicas de labios carnosos reinventan sus bocas ante
el
espejo.
Salpican
su sonrisa en un minúsculo lavabo e interpretan
frente
al cristal
sus
poses, sus gestos, sus miradas... Toda
una puesta en
escena:
Remilgado
erotismo que se les cuela por el escote
como
gotas
de
sudor perfumado y la consabida promesa del “tipo
sin
intenciones”.
Parejas
accidentales desfilan hacia un rincón.
La
mano aturdida sujeta una copa ya aguada,
te
ciegan las luces brillantes dentro de Esferas Celestes.
¡Ey,
chica, despierta! ¿Eres una mujer o una urraca?
Tacones
torcidos, bocas clausuradas...
Princesa,
cuidado...—
Nadie
coge tu mano. Nadie
ciñe tu cintura.
¿Qué
más da? “Dice mucho quien dice noche”
Al
fin y al cabo, yo no sé bailar...
Muñeca,
todo caduca...—
No
sé ponerme a tiro ni sonreír ortopédicamente a un
“galán
de noche” que no sabe ni colocarse la chaqueta.
Eso,
vete airada y divinamente al más puro estilo Garbo.
Todos
te temen, aunque tú te temas mucho más.
El
tiempo no se obstina ni la mitad que usted, Señorita.
Y
vuelves otra vez a lo mismo. Te quedas de espectadora
la
vida te pasa por delante, porque siempre cedes el
asiento.
Toda
la vida han existido chicas guapas y chicas feas.
Yo
soy...
No.
Era.
¿Qué
importa?
Si
nunca supe bailar.
Lucía
de Fraga.