He leído con sumo interés cada una de las palabras que has escrito. Es
curioso, pero yo empecé mis grandes lecturas a los doce años y coincido
contigo en algunos de los títulos que me citas de la misma época
pre-adolescente.
Guardo con cariño y suma vergüenza algunos cuadernos en los que empecé a
escribir a partir de los diez años aproximadamente. Recuerdo
perfectamente cómo me puse a escribir durante un verano. Había dejado
varias páginas en blanco, porque mi curiosa novela "La historia empieza
después del minueto" se apareció sola en mi cabeza "in media res". Cada
sobremesa, me situaba en una de las varias salas de una clásica casa
coruñesa, de esas de cortinas de dos metros, viejas ventanas con contras
de madera y todos los techos embellecidos. Podía patinar por los 30
metros de pasillo. Pero a lo que iba; en aquella sala estaba el equipo
de música y el piano. Siempre escuchaba el mismo disco, la archiconocida
"Aída" de Verdi.
Escribir me permitía soñar. Vivir todas aquellas vidas que me resultaban
tan atractivas y misteriosas. De alguna manera, escribir -por
determinadas circunstancias- era un refugio seguro que me permitía
transitar por donde se me antojase.
Por aquel entonces, yo compartía dormitorio con una de mis hermanas que,
actualmente, es psicóloga clínica, toda una especialista. Aquellos
libros que dejaba en la mesilla empezaron a interesarme más de lo que
nunca me interesó las lecturas planas y repetitivas -en mi infantil y
perversa opinión- que habían "entretenido" a generaciones de niños.
Omito el nombre.
Seguí escribiendo y adquiriendo lecturas imprescindibles gracias a la
generosa biblioteca familiar. Precisamente en esa edad de iniciación a
la que me refiero más arriba leí Madame Bovary, Eugénie Grandet y las principales novelas de Galdós.
El bicho raro crecía e invertía cada vez más tiempo en la Literatura.
Llegué a tener verdadera "prisa" por publicar. Pronto lo hice, pero en
el campo de la investigación. Aparecí en varias antologías poéticas,
pero el año que me permitió escribir un poemario estructurado y
depurado, de tal manera que las influencias fueron asimiladas, pero no
plasmadas -como si cada poema pasara por un tamiz y surgiera mi propia
voz y sólo ella- fue durante mi estancia en la más absoluta soledad en
Alemania, justo en el antiguo centro de submarinos del Tercer Reich, la
triste y fea Kiel.
Siempre se habla de la famosa "depresión posparto". Efectivamente,
desapareció todo mi entusiasmo cuando el libro vio la luz. Nunca lo viví
con la alegría que se suponía que le pasa a todo el mundo.
Estúpidamente, siempre había supuesto que el cuerpo sufre algún tipo
transfiguración cuando has publicado. Yo me sentía igual que antes. Ni
más, pero -no sé por qué- quizá menos.
Han pasado los años y, a la vez, nuevos proyectos. Pero me siento presa
de mí misma. Creo que escribo como quien hace churros, como para
justificarme delante de las 166 personas que siguen mi blog. Necesito
depurarme y retirarme del mundo. Quiero "desaprender" -como dices tú y
dije yo hace unos meses en unas reuniones poéticas a cargo de Xoán
Abeleira-; quiero borrar el sistematismo académico; quiero ver las cosas
como si lo hiciera con los ojos de la primera vez; sorprenderme como un
niño que juega con su reflejo en un espejo, porque todavía no ha
descubierto que se trata de sí mismo.
Quiero ir hacia el origen de las cosas, hacia mi propio origen, pero
necesito a un Bautista que me libere de los encorsetamientos, del
mecaniscimo, del verso fácil...De todo lo que perjudica el acto creativo
y constituye una prostitución intelectual a la que me siento abocada si
no me detengo "A contemplar mi estado".
Gracias,
Lucía de Fraga.
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