miércoles, 9 de mayo de 2012

CARTA AL ESCRITOR JOSÉ VICENTE PASCUAL: Desaprender para volver a aprender y aprehender.

He leído con sumo interés cada una de las palabras que has escrito. Es curioso, pero yo empecé mis grandes lecturas a los doce años y coincido contigo en algunos de los títulos que me citas de la misma época pre-adolescente.
Guardo con cariño y suma vergüenza algunos cuadernos en los que empecé a escribir a partir de los diez años aproximadamente. Recuerdo perfectamente cómo me puse a escribir durante un verano. Había dejado varias páginas en blanco, porque mi curiosa novela "La historia empieza después del minueto" se apareció sola en mi cabeza "in media res". Cada sobremesa, me situaba en una de las varias salas de una clásica casa coruñesa, de esas de cortinas de dos metros, viejas ventanas con contras de madera y todos los techos embellecidos. Podía patinar por los 30 metros de pasillo. Pero a lo que iba; en aquella sala estaba el equipo de música y el piano. Siempre escuchaba el mismo disco, la archiconocida "Aída" de Verdi.
Escribir me permitía soñar. Vivir todas aquellas vidas que me resultaban tan atractivas y misteriosas. De alguna manera, escribir -por determinadas circunstancias- era un refugio seguro que me permitía transitar por donde se me antojase.
Por aquel entonces, yo compartía dormitorio con una de mis hermanas que, actualmente, es psicóloga clínica, toda una especialista. Aquellos libros que dejaba en la mesilla empezaron a interesarme más de lo que nunca me interesó las lecturas planas y repetitivas -en mi infantil y perversa opinión- que habían "entretenido" a generaciones de niños. Omito el nombre.
Seguí escribiendo y adquiriendo lecturas imprescindibles gracias a la generosa biblioteca familiar. Precisamente en esa edad de iniciación a la que me refiero más arriba leí Madame Bovary, Eugénie Grandet y las principales novelas de Galdós.
El bicho raro crecía e invertía cada vez más tiempo en la Literatura. Llegué a tener verdadera "prisa" por publicar. Pronto lo hice, pero en el campo de la investigación. Aparecí en varias antologías poéticas, pero el año que me permitió escribir un poemario estructurado y depurado, de tal manera que las influencias fueron asimiladas, pero no plasmadas -como si cada poema pasara por un tamiz y surgiera mi propia voz y sólo ella- fue durante mi estancia en la más absoluta soledad en Alemania, justo en el antiguo centro de submarinos del Tercer Reich, la triste y fea Kiel.
Siempre se habla de la famosa "depresión posparto". Efectivamente, desapareció todo mi entusiasmo cuando el libro vio la luz. Nunca lo viví con la alegría que se suponía que le pasa a todo el mundo. Estúpidamente, siempre había supuesto que el cuerpo sufre algún tipo transfiguración cuando has publicado. Yo me sentía igual que antes. Ni más, pero -no sé por qué- quizá menos.
Han pasado los años y, a la vez, nuevos proyectos. Pero me siento presa de mí misma. Creo que escribo como quien hace churros, como para justificarme delante de las 166 personas que siguen mi blog. Necesito depurarme y retirarme del mundo. Quiero "desaprender" -como dices tú y dije yo hace unos meses en unas reuniones poéticas a cargo de Xoán Abeleira-; quiero borrar el sistematismo académico; quiero ver las cosas como si lo hiciera con los ojos de la primera vez; sorprenderme como un niño que juega con su reflejo en un espejo, porque todavía no ha descubierto que se trata de sí mismo.
Quiero ir hacia el origen de las cosas, hacia mi propio origen, pero necesito a un Bautista que me libere de los encorsetamientos, del mecaniscimo, del verso fácil...De todo lo que perjudica el acto creativo y constituye una prostitución intelectual a la que me siento abocada si no me detengo "A contemplar mi estado".
Gracias,
Lucía de Fraga.

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